Memoria corta

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Lo que llama la atención estos días, en algunos de los denostadores más furiosos de Rodríguez Zapatero, es que se hayan olvidado de cuando muchos de ellos lo celebraban como una especie de mesías progresista. Nadie parece acordarse de una época en la que las muestras de escepticismo sobre la calidad de su liderazgo o sobre su competencia para el cargo eran muy mal recibidas. Pradera solía decir con socarronería que la gente del entorno de Zapatero había visto muchos capítulos de El ala oeste de la Casa Banca, y que hablaban y gesticulaban imitando a los actores de la serie. Un alto cargo que lo acompañaba en sus primeros viajes me decía: “Tú no sabes lo que es estar cerca de ZP. Es como estar con Kennedy en Camelot”. Cualquier sugerencia de que en una parte de la política de Zapatero prevalecía la imagen sobre la sustancia, el juvenismo incondicional sobre el mérito, era mirada con sospecha en ciertos ambientes muy dóciles a aquel poder.

Retrospectivamente está claro que actuar como si la crisis no existiera en los primeros meses de 2008, antes y después de las elecciones, fue una equivocación de proporciones colosales. Pero en esa época no solo Zapatero negaba la crisis: los expertos en economía nos aseguraban que gracias a la disciplina financiera impuesta por el Banco de España nosotros no éramos vulnerables; y en los ambientes más o menos progresistas defender la seriedad del peligro económico equivalía a caer bajo la sospecha de que uno suscribía el alarmismo interesado de la derecha.

Y los mismos errores que cometió este gobierno venía cometiéndolos el anterior y se repetían en los ayuntamientos y en las comunidades autónomas, y respondían a una difusa actitud cultural muy extendida en ciertas zonas de la ciudadanía: políticas de grandes gestos y de grandes gastos en vez de trabajo asiduo a largo plazo; descuido de la calidad de la educación; ocupación clientelar de las administraciones públicas; primacía del fetichismo de los vernáculo y lo diferencial sobre los valores cívicos compartidos por todos; descrédito de la excelencia;etc. En eso hay pocas diferencias entre unos partidos y otros, entre el gobierno central y los periféricos. El despilfarro en lo superfluo y en el corto plazo se ha hecho a costa de la mezquindad en lo necesario y lo duradero.

Zapatero no es un hombre preparado y contribuyó mucho a difundir la idea de que la preparación no es fundamental para ocupar los cargos públicos, pero no fue él quien inventó esa cultura política que reúne lo peor del amateurismo y del profesionalismo: la política como única profesión; la afiliación partidista como única credencial necesaria, y no solo en los puestos de representación, sino en muchísimos que deberían ser exclusivamente técnicos y por lo tanto no depender del arbitrio del poderoso sino de la competencia demostrada.

En tiempos de prosperidad todas esas debilidades pueden disimularse. Ahora viene la crisis y nos encuentra con muy pocos recursos para defendernos. Echar la culpa exclusivamente a “los mercados” es una manera de repetir el viejo hábito político español de atribuir todos los males de una comunidad noble e inocente a un turbio enemigo exterior. Que los especuladores de Wall Street desataron la catástrofe es innegable. Que las recetas de austeridad a toda costa son ineficaces además de ser injustas lo vienen diciendo economistas muy ilustres sin que los gobiernos hagan ningún caso. Pero en nuestro sistema político, en nuestra cultura civil, en nuestros modelos productivo y educativo, hay deficiencias muy graves de las que solo nosotros somos responsables, en el grado mayor o menor que le toque a cada uno.

Y algunas cosas muy importantes hemos avanzado en estos años. Que los homosexuales puedan disfrutar de la plenitud de los derechos civiles, incluido el del matrimonio, que sea posible viajar por la carretera con menos peligro de kamikazes homicidas, que los pistoleros hayan claudicado, que no sea obligario respirar en los lugares públicos el humo del tabaco, son esa clase de logros que al cabo de muy poco tiempo parecen tan evidentes que casi nadie se acuerda de cuando no existían, y del esfuerzo que costó conseguirlos.